Desde la perspectiva que ofrece la línea del ferrocarril, Santayana describe la fugacidad de la imagen con la misma precisión que un disparo de retratista:
“Cada vez que, viniendo de París en las décadas de 1880 y 1890, después de mi segunda noche en tren, me advertía el amanecer que debía estar acercándome a mi destino, era siempre latiéndome el corazón como buscaba los nombres de las últimas estaciones, Arévalo, luego Mingorría, tras la cual, en cualquier momento, podía esperar ver a la derecha las perfectas murallas de Ávila en suave declive hacia el lecho del río invisible, con todos sus baluartes reluciendo claramente a los horizontales rayos del sol y la torre catedralicia en el centro, sobresaliendo sólo un poco sobre la línea de las almenas y no menos imperturbablemente sólida y grave.
La piedra, bajo esa luz solar horizontal, tomaba un tinte dorado precioso y casi jovial frente a las rocas negruzcas y las cuestas áridas de los cerros descendentes, sólo aliviados aquí y allá por franjas de álamos o encinas de un verde oscuro. El paisaje de los alrededores de Ávila (que yo supongo de un glaciar extinguido) es demasiado austero par ser bello, es demasiado seco y estéril; y, sin embargo, revela elocuentemente el esqueleto pétreo de la tierra, no un esqueleto muerto como las montañas de la luna, sino como las montañas de Grecia. Vivificado al menos por el ambiente, y rico todavía en manantiales y en campos escondidos”.
Jesús Mª Sanchidrián Gallego
(Foto: Vista general. Isidro Benito Domínguez, hacia 1898)