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Al exterior del recinto amurallado se abre el paisaje y el campo abulense en una perspectiva invariable hasta pasados los últimos cincuenta años. En el espacio que rodea la ciudad murada desfilan los árboles alineados en los tesos de las rondas norte y sur, y en los espacios abiertos se agrupan haciendo plazas sombreadas y cambiantes en su aspecto según las épocas. Este es el caso del incipiente jardín de San Vicente, de la plaza del Mercado Grande, de la plaza de Nalvillos, del circuito o plazuela de San Pedro o plaza del Marqués de Novaliches y luego del Ejército, o de la plaza de Santa Ana.


Ya que en el recinto amurallado no proliferaron en exceso los espacios verdes públicos, llama la atención el arbolado que crece a la sombra de iglesias y palacios. Buenos ejemplos de ello son el centenario negrillo de la Santa al que cantó el cronista de la villa José Mayoral y que Antonio Veredas describió como “un olmo gigantesco” ya en 1939, y cuya imagen aparece en numerosas fotografías tomadas desde antiguo como un símbolo de santidad unido a la figura de Santa Teresa.
La plazuela de la fruta “era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños”, recuerda Miguel Delibes en palabras del protagonista de La sombra del ciprés es alargada. En la novela, los grandes árboles formaban una sombreada alameda que cruzan los personajes un frío día de invierno, si bien, en el año en que se desarrolla la acción lo que había eran acacias de bola y la plaza presentaba un buen ejemplo de salón jardín en medio de la ciudad.