

Desde la perspectiva que ofrece la línea del ferrocarril, Santayana describe la fugacidad de la imagen con la misma precisión que un disparo de retratista:
“Cada vez que, viniendo de París en las décadas de 1880 y 1890, después de mi segunda noche en tren, me advertía el amanecer que debía estar acercándome a mi destino, era siempre latiéndome el corazón como buscaba los nombres de las últimas estaciones, Arévalo, luego Mingorría, tras la cual, en cualquier momento, podía esperar ver a la derecha las perfectas murallas de Ávila en suave declive hacia el lecho del río invisible, con todos sus baluartes reluciendo claramente a los horizontales rayos del sol y la torre catedralicia en el centro, sobresaliendo sólo un poco sobre la línea de las almenas y no menos imperturbablemente sólida y grave.
Por el norte, la panorámica de la ciudad se traza por la línea del ferrocarril, desde donde se descubren nuevas vistas donde las huertas y cercados con frutales salpican la tierra cultivada que corona la muralla. “Casi perdida entre la niebla del crepúsculo y encerrada dentro de sus dentellados murallones, la antigua ciudad, patria de Santa Teresa, Ávila, la de las calles oscuras, estrechas y torcidas, la de los balcones con guardapolvo, las esquinas con retablos y los aleros salientes. Allí está la población, hoy como en el siglo XVI, silenciosa y estancada”, escribió en 1864 el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, es la crónica de la inauguración en San Sebastián de la línea ferroviaria del Norte por la reina Isabel II.
Similares vistas a la dibujada por Wingaerde en 1570 fueron fotografiadas trescientos años después desde los Cuatro Postes por Charles Clifford en 1860 y por Jean Laurent hacia 1864. Se completan estas perspectivas panorámicas con otras que hicieron a finales del siglo XIX el arquitecto diocesano Isidro Benito y el retratista y tipógrafo madrileño familiarizado con Ávila Ángel Redondo de Zúñiga, destacando entre un gran número de fotógrafos.

